QINGPING, UN
MERCADO QUE PUEDE HERIR LA SUSCEPTIBILIDAD DEL ESPECTADOR
Las palabras alimentación y mercado
andan bastante unidas. Ambas implican un
conjunto de conceptos y nociones que se interrelacionan. En el ámbito viajero parece claro que tanto
un vocablo como el otro forman parte imprescindible de lo que se debe tener en
cuenta en cualquier periplo que se precie. Que
la gastronomía es cultura, ya lo sabemos, o almenos lo tenemos asumido así.
También aceptamos que lo que se come es sabroso o no, en función de unos gustos
muy subjetivos y que cada cultura aprecia mucho más unos productos alimenticios
que otros.
Las personas que tienen
la suerte de conocer mundo y civilizaciones diferentes, suelen sostener la
teoría que para convertir el viaje en más “auténtico” deberían comerse los
productos autóctonos y cocinados tal como dictan las normas del lugar. Pero una
cosa es la teoría y otra es la realidad. A veces, ante determinados platos, ni
los paladares y estómagos más curtidos son capaces de admitir que “aquello” sea
comestible y los compromisos adquiridos de seguir una dieta indígena se
posponen para mejores ocasiones.
Otra de las afirmaciones
viajeras es convenir que la visita a los mercados es una de las mejores maneras
de conocer el país o pueblo que nos acoge. Es cierto que en ferias, bazares,
zocos, lonjas, rastros y demás puntos donde la gente se junta para comprar y
vender, existen suficientes indicios para permitir una aproximación a la
cultura anfitriona. Ese supuesto es aplicable incluso en China, el inmenso país
oriental donde la capacidad de sorprender al visitante excede la norma. Existen
allí muchos mercados, algunos tan interesantes y coloridos como los de Xi’an
(província de Shanxi) y Kashgar (región autónoma de Xinjiang). Pero entre
tantos hay uno, el Qingping de Guangzhou, que es muy especial, su visita excede
la facultad de asombro de muchos turistas y algunos trotamundos.
La ciudad de Guangzhou,
antes y por cuestiones britanico-colonizadoras conocida como Cantón, se ubica
en el sureste chino cerca de Hong Kong. La urbe es grande, superpoblada (unos
ocho millones de habitantes) y su visita no suele dejar indiferente a nadie.
Viajeras y viajeros llegados de los cuatro puntos cardinales cuentan que sus
primeras impresiones de Guangzhou fueron negativas. La verdad, es que la
sensación inicial que la ciudad despertó en mi fue rara, ni buena ni mala, más
bien extraña.
La primera vez que llegué
a Guangzhou, de eso ya hace bastantes años, lo hice en un ferrocarril
procedente de una de las zonas más pobres de China. Mi estado de ánimo no era
el mejor, pues había pasado dos días encerrado en un vagón rebosante de
humanidad, esperando que las aguas desbordadas de un río permitiesen al tren
proseguir su ruta. Coincidió la llegada con un atardecer lluvioso. En la plaza
situada frente a la estación había varios miles de personas sentadas en el
suelo, apiñadas, mojándose. Aquel gentío estaba formado mayoritariamente por
jóvenes campesinos que trataban de escapar de las zonas más depauperadas del
país intentando alcanzar las florecientes ciudades costeras. Recuerdo algunas
calles poco iluminadas, dominadas por el ruido ensordecedor del tráfico rodado
que circulaba por pasarelas metálicas
situadas varios metros por encima de unas ya de por sí abigarradas calzadas (al
día siguiente descubrí que sobre las pasarelas existía otro nivel por el que
también pasaban vehículos). Había muchas personas moviéndose en ese ambiente
húmedo y falto de luz, con excepción de brillantes neones con caracteres
chinos. La gente se apelotonaba ante los chiringuitos de comida callejera.
Ruídos, humos y olores confundían los sentidos. Para mi, aquello era como una
vivencia del pasado, un “deja vu”. Una vez ya en el hotel le daba vueltas a la
memoria tratando descubrir dónde había experimentado las sensaciones que me
acabavan de producir aquellas calles y no fue hasta el día siguiente, con la
luz del sol que al fin recordé: ¡el escenario poco más o menos sórdido de
Guangzhou era calcado a algunas calles que aparecen en el film Blade Runer! ¿O
sería tal vez a la inversa?
El mercado Qingping se sitúa cerca del
río de las Perlas, enmarcado en ese aparente y bullicioso desorden de película
de ciencia ficción. Lo que exhibe ese mercado es la mayor y más rica expresión
de lo que significan las palabras colores, sabores, olores, texturas y formas.
También cabe indicar que es el espectáculo más escalofriante que se puede
contemplar en Guangzhou; es por ello que una cierta prevención sería necesaria
antes de penetrar en el dédalo de callejones donde se emplazan los puestos de
venta. No estaría de más un rótulo indicando: “El mercado puede herir la
suceptibilidad del espectador”. Y todo eso, teniendo en cuenta que el entorno y
limpieza del mercado ha mejorado mucho desde que en el año 2003 hubo el brote
de SARS (siglas que significan sindrome respiratorio agudo severo). Desde
entonces las autoridades sanitarias chinas se han esmerado en el control de
cualquier lugar o establecimiento que su descuido pueda afectar a la salud:
mercados, hospitales, lavabos públicos, etc.
Según por la zona que se entre a Qingping, las impresiones irán "in crescendo" o bien serán ya brutales desde el principio. Es por ello que la recomendación es entrar por los chiringuitos donde venden fármacos y preparados de la medicina tradicional china. Ante los mostradores uno queda desconcertado; es un trabajo ilusorio tratar de entender lo que se expone. -¿Para qué servirá cada uno de esos productos? ¿Qué enfermedades precisan de tales remedios? Creo que pocos occidentales son capaces de discernir el uso apropiado de una sola de esas medicinas, pero también creo que son muy pocos los dispuestos a tomarlas.- La verdad es que mirando las estanterías de una farmacia convencional, uno tampoco se hace cargo de la utilidad de tanta cajita, pero las medicinas que se muestran en Qingping rozan lo surrealista.
Las pócimas más inocentes son las que están constituidas
a partir de flores frescas o secas, hierbas y hierbajos de todos los tamaños y
formas, bulbos y raíces; todo ello presentado entero, en sacos, molido o en
fino polvo y siempre de variados y vivaces colores. Los bálsamos también son
multicolores, de enérgicos y penetrantes aromas. La sección más sorprendente es la que aprovecha
partes de animales como las garras y zarpas de osos, monos, y otros mamíferos y
también aves. Las lenguas son otro de los apéndices abundantes, procedentes de
quien sabe que bocas. Las cornamentas de una amplia colección de rumiantes
están prestas a ser molidas y servidas como brebajes. Los animales desecados
también colman sacos y cestos, allí se pueden adivinar cadáveres de
escorpiones, lagartos, camaleones, grandes insectos. Las serpientes secas se
sirven enroscadas como si fuesen ensaimadas mallorquinas.
Entrar
en la zona destinada a productos culinarios obliga a abandonar la mínima
aversión a la sangre y estar dispuestos a soportar los olores más fuertes que
puede emanar cualquier fauna viva o muerta, especies y vegetales. Esa sección
gastronómica, la más importante del mercado, hace bueno el dicho que ha hecho
famosa la cocina local: «En Guangzhou se come todo
lo que vuela, excepto los aviones y todo lo que tenga patas excepto los bancos
y sillas».
El recetario local abarca
más de cinco mil cuatrocientos mil platos, cada uno con fórmulas culinarias de
lo más dispar y basadas en treinta métodos distintos de ser cocinados. Es la mezcla de los elementos más
extravagantes que jamás se hayan podido imaginar, pero con un sabor, frescura y
presentación excelentes y que sin duda no decepcionan a ningún paladar
exigente. El exotismo es fácil de detectar, basta con traducir el título,
siempre sugestivo, de algunos de sus más afamados logros, platos capaces de
sobrecoger a los más refinados gourmets y de despertar la imaginación y, ¿por
qué no?, las papilas gustativas: «Chuletas de serpiente con hígado de pollo»,
«Trozos de serpiente cuatro‑tesoros», «Carne de serpiente Cien Flores», «Carne
de Dragón, Tigre y Fénix», plato a base de serpiente, gato y pollo.
La
presentación de los productos en los distintos tenderetes pone a prueba a los amantes de los animales. El espectáculo de
cientos de jaulas con perros, gatos, patos, pollos, gallinas, armadillos,
monos, etc. sólo es la antesala de un averno de aullidos primero y después
sangre. Sucede, que una vez elegida la bestia por el comprador, sea sacrificada
y despellejada allí mismo. El resultado son unos mostradores y unos suelos
donde el rojo sangre lo colorea todo.
Quienes hayan superado la sección
dedicada a los mamíferos pueden atreverse a la de los reptiles, algo menos
teñida de rojo pero también impactante. Encerradas en unos cilindros de caña o
alambre se hallan las serpientes vivas. Hay mucho para escoger, desde las más
pequeñas a algunas que superan los dos metros de longitud, y desde las más
inofensivas culebras a los ejemplares cuya mordedura acabaría en pocos minutos
con la vida de un buey. Parece que es saludable beberse la sangre de las
serpientes y por eso se venden vasos llenos de ese fluido vital. La fauna
acuática también tiene su espacio; en grandes barreños nadan apelotonados peces
de variadas especies, pero también raras tortugas, salamandras, pepinos de mar
y bichos que nunca antes habíamos visto. Conforme se deambula por el mercado la
lista de lo que puede ir al puchero se va haciendo larguísima: estrellas de
mar, saltamontes, grillos, gusanos varios y hasta un sinfín de animales
desconocidos.
Por suerte, entrar en la zona
destinada a los vegetales significa el fin de los sobresaltos. Será que el
color verde calma, pues efectivamente los sentidos se tranquilizan a la vista
de las lechugas, ajos tiernos, cebollas y otras muchas verduras expuestas,
algunas conocidas y bastantes no identificadas.
Con el espíritu sereno se puede recorrer con
calma lo que queda por ver en ese mercado atípico. Ahora son los bonsáis,
árboles obligados a ser enanos pero muy bellos. Después, un enjambre de niños
absortos frente los acuarios, apenas dejan atisbar los peces de colores. Un
poco más allá se abre la única sección donde el turista se halla a sus anchas,
los vendedores de “antigüedades” y artesanías aguardan a los incautos.
La mejor manera de acabar la visita
del mercado de Qingping es dirigir los pasos hacia alguno de los buenos
restaurantes de la ciudad, sentarse en la mesa y pedir a la suerte algunos
platos. Mientras vamos masticando lo que nos han servido podemos cerrar los
ojos y rememorar lo visto un rato antes. Si después conseguimos una buena
digestión podemos considerarnos unos viajeros-gastrónomos aventajados.
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